Aromas

Estas tardes más cálidas me hacen recordar tiempo atrás, cuando era chica y viajábamos con mi mamá a Santiago a visitar a los tatas. Desde una quinta región mucho más antigua, donde Con-con no tenía pavimento y a las 13:00 aún había gente que cerraba sus negocios para ir a comer, desde un bosque cargado de eucaliptos y arena de duna viajábamos hacia la modernidad, el consumo y la disponibilidad.
Eran muchas más largas las horas de viaje en ese entonces, además de que íbamos los 4 hermanos "encerrados" en el auto durante las 3 horas que duraba la travesía, sobrevivíamos sólo gracias a la creatividad que permitía tolerarnos. Llegábamos usualmente muy de noche, con los más chicos dormidos, y una que estaba en medio sólo era llevada por la marea del adulto apurado. Los tatas de todos modos siempre tenían algo para comer, no importaba la hora, por si llegábamos con hambre quizás.
La mesa de los tatas siempre estaba llena, usualmente había pancito redondo con palta, la más deliciosa de todas, cremosa y verde, con un pequeño toque de leche que le ponían para hacerla más rica, pero que no le podías decir a nadie porque los que no eran de la familia se espantaban. Aún así, todos en la mesa conocíamos el secreto. Comíamos el pan intentando que las migas no cayeran dentro de la taza, la que siempre sonaba fuerte contra el plato, era muy pequeña y blanca, o de un color café transparente acaramelado, teniendo constante cuidado con la cuchara que dejábamos adentro pese a los regaños de los adultos.
De noche, se sentía el silencio. Uno muy distinto al de Con-con, donde sólo se escuchaba el tétrico crujir de los árboles con el viento, sin autos sonando a lo lejos.
Al otro día solíamos jugar con los primos en la calle, mientras los adultos montaban en el patio las mesas con la comida y se sentaban a conversar toda la tarde, junto a la hamaca grande de los tatas. Cada uno de ellos tenía un aroma distinto que quedaba impregnado en el jardín, tiñendo el olor del pasto mojado de la vecina con el de aquellos parientes que no conocía tanto. El frío de la tarde comenzaba a cubrir la piel y me hacía acercarme a la mesa en busca de algo de comer, donde se podían escuchar las risas que lograban cubrir nuestros gritos de juego llegada la noche, ya cansados de tanto correr por el pasaje. 

Cuando ya se retiraban todos de la casa, yo me quedaba hurgueteando en el patio, como buscando historias en forma de sobras de comida. Veía los vasos de vino y las tazas con restos de pan, los platos con galletas blandas, los olores de la noche y el sonido de mi mamá lavando los platos. Entonces se armaba la mesa adentro, donde tomábamos la última once antes de devolvernos. Ahora más cansados, y un poco más en silencio. El regreso era siempre un misterio, me despertaba al llegar a la casa, con el auto vibrando con las piedras del camino, la oscuridad de los árboles y el lunes a unas cuantas horas.







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